lunes, 8 de febrero de 2010

La Esperanza del Capitán

Cuando la muerte es la única esperanza para no seguir padeciendo la soledad, cuando se convierte en el último trámite para obtener el boleto hacia la otra vida y reencontrase con aquellas personas que en vida fueron parte de nuestra existencia, es porque lo único que queda son los recuerdos.

Esperanza Ríos Campos, tierna viejecita de 89 años, no espera a nadie, ni nada, es el reportero que la aborda en busca de una historia para transmitir. Hace un mes que está en el Asilo Pan de Vida.


Sentada, lee un libro de oraciones, buscaba una en especial que su mente ya no puede recordar. No la encontró, pero dentro del libro halló una foto suya de cuando la juventud acompañaba su rostro: “mira, parece que estoy castigada”.

En la foto se percibe un mohín de disgusto, es cierto, pero también refleja una belleza juvenil impresionante. Cuenta con una lucidez sorprendente, hila sin mucho esfuerzo cada una de las palabras. Sin embargo, se encuentra en la etapa en que las fechas exactas se convierten en un sólo enunciado: “Hace muchos años de esto, hijo”.

“Todo se le acaba a uno, se quedaba completamente solo en el mundo”, dice la ancianita de su rostro curtido por el paso del tiempo y que a pesar de que sus dientes también la abandonaron es una amena platicadora.

“Ya murieron mis padres, mis hermanos, mi esposo, mi único hijo; me dejaron sola aquí”, dice.

Pero reflexiona: “No tengo que quejarme de que estoy sola, aquí tengo buenas amistades y Dios esta conmigo”.

El único hilito de lazo sanguíneo con el que cuenta es su nieta, pero dice: “Si supiera lo mal que se comportó ella conmigo”. En verdad que el reportero por aflicción no abunda en ese episodio agrio de su vida, opta por preguntarle sus orígenes.

“Soy originaria de Monterrey, hijo. Pero ya ves que uno crece, se casa, se queda sola y ya ni sabe donde queda”, dice Esperanza.

Tal vez Esperanza no sabe donde quedará, pero si sabe que está en Matamoros, la ciudad en donde ha vivido la mayor parte de su vida. Es más, aquí conoció a su amor, al que después fue su esposo.

Escuchar una historia de amor en tiempos triviales, aliviana la carga del alma. Perspicaz cuenta como, ella Esperanza, le daba pocas esperanzas a ese capitán del Ejercito Mexicano que la pretendía.

Desdeñosa a ese hombre estricto que acudía al restaurante donde ella laboraba para invitarla a cenar para llevarse consigo un: “No gracias, yo no salgo con nadie de aquí”.

Tal parece que la estrategia del capitán era la insistencia, cada que se acercaba a ella, era para extenderle la misma invitación. Pero Esperanza ya había diseñado su contraofensiva para derrotar el empecinamiento del militar.

Aceptó la invitación, pero sería después que terminara el turno de trabajo. Le dijo que la esperara fuera del restaurante, en unos minutos saldría para acompañarle. No fue así.

“El restaurante tenia dos salidas, me fui por la parte de atrás. Al otro día vino el capitán y me dijo ‘que bonito me la hizo, me dejó plantado’ yo sólo le respondí ‘es que usted es muy terco’”, rememora la entrevistada entre risas.

No se dio por vencido, la invitación a cenar era continua y de nueva cuenta Esperanza aceptó. “Pero no me vaya a dejar plantado”, le imploró el militar.

La cena estuvo deliciosa, cuenta Esperanza, lo que no, fue la proposición del cortejante al plantearle que le rentaría un cuarto de hotel para que ella descansara.

“¡Ah! ya apareció el peine que dijo primero le invito a cenar y luego me la llevó al hotel, no, no se puede y si me quiere bien hable con mi hermana”, le contestó con cierto enfado.

Así sucedió, Pedro Garay y Esperanza Ríos se casaron tiempo después. De la fiesta solo recuerda que fue algo sencillo, una pequeña comida porque: “En aquel tiempo éramos todos pobres”, manifiesta.

Recuerda que su esposo llegaba y le pedía “Perita”, así le llamaba, que le cantara aquella canción de la época de oro llamada “Mi querido capitán”.

“Yo se le cantaba, iba así: ‘Soy capitán primero, el más valiente del batallón, pero cuando enamoro, soy general y de división”, entona la canción.

“Pedro Garay se llamó mi esposo, él era capitán del Ejercito Mexicano”, dice con voz pausada.

Esperanza enseña al reportero una especie de libreta en la que guarda sus recuerdos: fotos de todos aquellos que la rodearon. Ordena que busque el acta de matrimonio porque no recuerda la fecha.

En la búsqueda, de foto en foto iba señalando cada una de las personas retratada: “esta es mi mamá, muy guapa, mi hermano le decía ‘a mamá cuanto visco no andaría detrás de ti”.

Pasaban los retratos, en uno de ellos Esperanza reta al reportero a que la encuentre. La foto pertenecía a sus años de escuela, era el clásico retrato grupal ya añejo. Desatinado por completo, señala: “Esta soy yo, hijo”.

Las fotos le sirven para no olvidarse de todos ellos, de su hijo que ya partió, de su esposo, de su hermana. “Las veo para no olvidarme de ellos, o si no, me acuerdo de ellos y empiezo a ver las fotos porque ya todos se me fueron”, comenta.

En el asilo anuncian que es hora de jugar lotería, imposible abundar en 24 minutos las vivencias de 89 años. Esperanza dice que se siente bien en el lugar, cuenta con muchas amistades porque no le hace mala cara a nadie.

“Yo siempre ando saludando a todos, nada de hacerle cara mala a nadie. Siempre hay que llevarse bien con todos, hasta el ultimo día”, dice mientras se prepara para irse a jugar lotería.